La historia comienza en un
autobús, que llevaba a un grupo de estudiantes universitarios de una conferencia
hacia la universidad. Era como cualquier cliché ligado a los autobuses
escolares: la gente reía y hablaba vívidamente, con caras de cansancio y
satisfacción.
Entre toda esa gente estaba un
chico; un joven que no era antisocial. Tenía varios amigos. Simplemente no
tenía ganas de hablar después de estar casi 11 horas sentado en una silla incómoda,
en una posición que no le favorecía mucho a su espalda y escuchando cosas que
no le interesaban en lo absoluto. Este chico de dieciocho años se llamaba
Fernando. Vivía relativamente cerca del complejo universitario, así que decidió
pedirle al chofer del autobús detenerse en una avenida que estaba justo en medio
de su casa y de la escuela. El chofer no encontró problema alguno, así que se
pegó a la acera y se detuvo para que Fernando pudiese bajar. Fernando salió rápidamente
del vehículo, evitando entablar miradas con sus compañeros y sólo despidiéndose
con la mano de sus amigos. Estaba cansado, así que simplemente se fue. La
avenida en donde se ubicaba no lo llevaba directamente a su casa. Tenía que
doblar hacia una calle que no estaba tan transitada como donde se ubicaba.
Fernando entró a la calle. De su lado izquierdo se encontraba un terreno baldío
y lleno de espesura. Éste a su vez estaba junto a un pequeño arrollo que pasaba
por debajo de un puente. Fernando conocía perfectamente ese lugar. Pasaba
muchas veces en coche por el camino a la universidad, pero nunca a esta hora.
Eran casi las 11 de la noche. Parecía que el viento invernal se había llevado
cualquier indicio de humanidad de ese puente, y sólo el sonido de la maleza
moviéndose rompía aquel silencio tan absorbente. Fernando se encontraba frente
al puente, y notó que la valla de
seguridad estaba rota. Podía asomarse libremente hacia abajo y ver la obscura
corriente del arroyo. Recordó que allí había ocurrido un accidente hace mucho,
mas no recordaba las causas ni las consecuencias. Simplemente ligó las cosas.
Fernando comenzó a sentir frio, y con el frio sintió miedo. La calle estaba completamente vacía, y a causa del terreno no habían muchos faroles de luz por ahí; sólo unos cuantos muy distanciados, así que Fernando dependía casi completamente de la luz de la luna, al menos para ver a corta distancia. El muchacho tenía una costumbre desde chico, una salida para momentos donde la sensación de inseguridad se apoderaba de él, y era el cantar una vieja canción de cuna que su madre le había enseñado. Así que, para calmar un poco los nervios que le había causado el ver hacia abajo del puente, comenzó a cantarla. Y mientras cantaba y atravesaba lo poco que quedaba del puente, y sólo con el rabillo del ojo, notó un pequeño memorial en el piso y junto al arrollo – cosa que solo logró causarle inquietud a Fernando. El chico, tratando de calmarse, sacudió la cabeza, y reanudó su paso y su melodía. “Señora santana, porque llora el niño, por una manzana que se le ha perdido”. Fernando cantaba eso recordando con nostalgia la cara de su madre. En ese momento un choque eléctrico le partió la espina dorsal. Era casi como si un rayo hubiese atravesado el cielo y le hubiese caído justo a él, y no era más que la inquietante sensación de ser observado y perseguido. Rápidamente Fernando volteó hacia atrás, rogando dentro de sí que sólo se tratase de su imaginación, pero la desdichante revoltura de órganos en su estómago lo dominó al ver, a unos 20 metros, una pequeña figura que miraba hacia él, estática y pasiva. Simplemente lo observaba. Fernando giró su cara nuevamente hacia la dirección de su camino, dándole la espalda a la figura detrás de él. Estaba asustado. Trató de seguir caminando, pero el temor había sacado raíces de sus pies y el creciente pánico había hecho que éstas se insertasen con fuerza en el pavimento. Comenzó a sentir cómo su corazón se aceleraba y golpeaba su pecho como un tambor. No pudo evitar cantar en voz baja la canción de su madre. “Ya no llores, niño. Yo te daré dos: una para ti y otra para Dios”. Nuevamente tuvo la necesidad de ver si eso se había ido. Tenía la esperanza de que sólo fuese su imaginación y de que, cuando girase la cabeza, sólo le quedaría la burla hacia sí mismo por haber sido tan ingenuo. Fernando, en toda su vida, nunca había sentido lo que sintió. Era una combinación de total pánico, de peligro y a la vez de que todo había terminado. La sombra que antes había visto a lo lejos se había convertido en la figura de un niño, vagamente alumbrado por la luz del poste más cercano , y la razón por la que ahora podía darse cuenta de ello era porque estaba a la mitad de la distancia que antes. Fernando no pudo evitar dejar salir un pequeño alarido de pánico al mismo tiempo que sus piernas fallasen y lo dejasen caer al suelo. Temblando por su vida, el niño comenzó a caminar lentamente hacia él. Los sonidos de sus pasos rompían el silencio junto con lo que Fernando creyó que era un pequeño y tímido llanto. En ese momento Fernando salió corriendo alejándose del lugar desesperado por el hecho de que la calle era muy larga y tenía que correr mucho tiempo, dudando también de si podría aguantar toda esa distancia sin cansarse. Estaba tan asustado que no pudo ver un pequeño bache que inevitablemente chocó con uno de sus pies. Fernando cayó e instintivamente volteó hacia atrás, pero el niño no estaba. Fernando trató de incorporarse sin quitar la vista del lugar donde había visto la última vez al niño. La sensación de temor había disminuido un poco, mas no había desaparecido, así que se decidió por proseguir en su camino y se giró nuevamente hacia adelante, sólo para descubrir que el pequeño estaba justo frente a él. Fernando se paralizó. Sentía que un grito luchaba por salir desde su garganta, que sus piernas le quemaban por las ganas de salir corriendo; pero no pudo hacer nada. El pálido cuerpecito del niño combinado con un coágulo gigante en la frente y el olor a podredumbre casi lograron que Fernando perdiese el conocimiento, pero su instinto de supervivencia no lo dejo ser débil en ese momento. El niño extendió una mano hacia el brazo de Fernando y lo abrazó. Justo al sentir el tacto húmedo y viscoso del niño, una sensación de asfixia lo dominó. Fernando cayó nuevamente en el suelo, pero esta vez sin poder respirar. Comenzó a ver todo en un tono un poco más blanco. Sus ojos se cerraban y su entorno era cada vez más frio y más… húmedo. En un abrir y cerrar de ojos Fernando se encontraba debajo del puente, luchando contra la corriente y contra la maleza para no ahogarse. A duras penas se incorporó y escaló entre la maleza para ir al puente. Cansado, se tumbó en la acera y, junto al él, observó el memorial que minutos antes había decidido ignorar, por la fecha pudo ver que se trataba de un niño, un niño que fue el producto y la causa de ese accidente “Ya no llores niño, yo te daré dos, una para ti, y otra para dios”.
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